15.9.12

Bonita

Fui a imprimir unos dibujos , luego pasé a comprar agua de frutas, me gusta el agua de frutas porque cuando se termina puedes pescar con el popote las manzanas, la papaya, las guayabas,  la chica que me atendió era un poco torpe, su jefe se acerco a recordarle como debe servirse, primero hay que moverla con el cucharon, para que el azúcar no se asiente, ella  sonreía y servía, el agua chorreo por afuera del vaso grande de unicel, agua rosa, entonces hablaba de un hombre que había ido a verla, y sonreía con un desenfado que sólo las mujeres de los pueblos tienen,   yo la miraba y pensaba en que hay mujeres muy bonitas, de una belleza que no está en la piel, algo que viene del espíritu, de la calma, de la felicidad, y de los días soleados. La observaba y se dio cuenta, me miró y me pregunto -algo más?, le sonreí y moví la cabeza para decir que no.




Quizá todo hubiera seguido por el mismo camino si a la tía Leonor no se le
ocurre comprar nísperos un domingo. Los domingos iba al mercado en lo que se le
volvió un rito solitario y feliz. Primero lo recorría con la mirada, sin querer ver
exactamente de cuál fruta salía cuál color, mezclando los puestos de jitomate con
los de limones. Caminaba sin detenerse hasta llegar donde una mujer inmensa, con
cien años en la cara,  iba moldeando unas gordas azules. Del comal recogía
Leonorcita su gorda de requesón, le ponía con cautela un poco de salsa roja y la
mordía despacio mientras hacía las compras.
Los nísperos son unas frutas pequeñas, de cáscara como terciopelo,
intensamente amarilla. Unos agrios y otros dulces. Crecen revueltos en las mismas
ramas de un árbol de hojas largas y oscuras. Muchas tardes, cuando era niña con
trenzas y piernas de gato, la tía Leonor trepó al níspero de casa de sus abuelos. Ahí
se sentaba a comer de prisa. Tres agrios, un dulce, siete agrios, dos dulces, hasta
que la búsqueda y la mezcla de sabores eran un juego delicioso. Estaba prohibido
que las niñas subieran al árbol, pero Sergio, su primo, era un niño de ojos precoces,
labios delgados y voz decidida que la inducía a inauditas y secretas aventuras.
Subir al árbol era una de las fáciles.


Vio los nísperos en el mercado, y los encontró extraños, lejos del árbol pero sin
dejarlo del todo, porque los nísperos se cortan con las ramas más delgadas todavía
llenas de hojas.
Volvió a la casa con ellos, se los  enseñó a sus hijos y los sentó a comer,
mientras ella contaba cómo  eran fuertes las piernas de su abuelo y respingada la
nariz de su abuela. Al poco rato, tenía en la boca un montón de huesos lúbricos y
cáscaras aterciopeladas. Entonces, de golpe, le volvieron los diez años, las manos
ávidas, el olvidado deseo de Sergio subido en el árbol, guiñándole un ojo.
Sólo hasta ese momento se dió cuenta de que algo le habían arrancado el día
que le dijeron que los primos no pueden casarse entre sí, porque los castiga Dios
con hijos que parecen borrachos. Ya no había podido volver a los días de antes.
Las tardes de su felicidad estuvieron amortiguadas en adelante por esa nostalgia
repentina, inconfesable.

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