10.8.15

TIEMPO NUEVO



En el Imperio azteca, cada cincuenta y dos años, una sola vez en la vida, el mundo se acercaba a su fin. El sol dejaría de moverse, la noche se tornaría eterna y los demonios devoradores de hombres descenderían para reinar sobre la tierra.
En esa fecha se apagaban todos los fuegos y se barría bien el suelo. La ropa vieja, las imágenes de los dioses conservadas en el interior de las casas, las piedras de la lumbre sobre las que se colocaban las ollas, las esteras, los morteros y las muelas se arrojaban a lagos y ríos. Las embarazadas recibían máscaras de maguey y se las encerraba en los graneros; si el mundo llegaba a su fin, ellas se convertirían en monstruos.

Esa noche todos vestían ropas nuevas, subían a terrazas y tejados; nadie debía tocar el suelo. A los niños se los zarandeaba y amenazaba para mantenerlos despiertos; pues los que cayeran dormidos despertarían convertidos en ratones. En Tenochtitlán, la capital, todas las miradas se dirigían al templo situado en lo alto del Cerro de la Estrella. Allí, a medianoche, los sacerdotes observaban la constelación llamada Tianquiztli («el Mercado»), nuestras Pléyades, para cerciorarse de que cruzaban el meridiano, lo cual garantizaría otros cincuenta y dos años de vida. En el templo, a un prisionero sin defectos físicos, cuyo nombre significara «turquesa», «año», «fuego», «hierba» o «cometa» —palabras que denotan un tiempo precioso—, se lo tendía sobre una piedra plana con un trozo de madera encima del pecho. Cuando la constelación Tianquiztli comenzaba a cruzar la línea, un sacerdote se afanaba en frotar su arco en el trozo de madera para hacer fuego. Algo de humo, unas cuantas chispas, y entonces, mientras la madera prendía, rajaban el pecho del prisionero con un cuchillo de obsidiana, le extraían el corazón y lo echaban al fuego.
A su alrededor apilaban cuatro haces de leña, con trece troncos cada uno, para que todo el cuerpo fuese consumido por las llamas. A medida que la hoguera se hacía visible, la gente se punzaba las orejas y las de sus hijos y esparcía la sangre hacia las llamas. Los mensajeros portaban antorchas desde el Cerro de la Estrella hasta los templos principales, y desde allí hasta los palacios, y tras los palacios recorrían cada una de las calles, pasaban casa por casa,hasta que la ciudad entera quedaba otra vez iluminada. Durante toda la noche, corredores de relevo portaban el fuego nuevo a lo largo y ancho del imperio. La gente se arrojaba a las llamas para ser bendecida por su don.
A los niños nacidos esa noche se les daba el nombre de Tiempo Nuevo. Por la mañana se extendían nuevas esteras, se colocaban nuevas piedras en las lumbres, se quemaba copal y todos comían pastelillos de semillas de amaranto bañados en miel. Se decapitaban codornices.

1 comentario:

Deep Camboya dijo...


Y...lo leí por tercera vez, cuando pensé que te gustaría:

http://somosdeepcamboya.blogspot.mx/2015/08/involucion-poesia.html

De dedos cruzados.

O.